Un hombre marcado


Un hombre marcado 

Estoy convencido que detrás de las esquinas se esconde el asombro de los sobresaltos, en esa grieta que se abre justo al final de la calle, en ese resquicio que se oculta de miradas inocentes, emboscadas, las sorpresas indiscretas esperan a los transeúntes desprevenidos y los atacan.

Mido con el centímetro del miedo cada paso que me acerca al destino inaudito que me espera embozado detrás de un recodo, calculo los riesgos, pero es un ejercicio inútil, porque sin importar el resultado de mis complicadas operaciones, sigo adelante y con paso vacilante avanzo, incluso, en medio de la asfixia que me ataca de  continuo.

Al aproximarme a los bordes filosos de esos ángulos en donde desaparece la calle me lleno de sospechas y es inevitable sentir un temblor que recorre mi espina dorsal y acto seguido me falta oxígeno, tomo bocanadas de aire y aun así la sensación de ahogo persiste y únicamente desaparece en el momento que cruzo el incómodo vértice  y el horizonte se ilumina sin contratiempos. En el momento que la calle se despeja libre de inconvenientes regresa la calma.

Con dificultad me sobrepongo al castigo que me infieren las esquinas y no puedo evitar  esa mala costumbre de sentir temor. Cada vez que tropiezo con un canto de concreto que interrumpe la línea recta de la calle, el miedo se apodera  de mí, avanzo con miedo, con la íntima esperanza de encontrar en el último paso el silencio plateado de los cuchillos.

El inestable equilibrio en el que juego mi existencia no es nuevo, ni tampoco de hace unas semanas, ni de meses. Yo me mantengo en ese peligroso límite inestable desde hace más de veinte años. Reconozco que soy cada día más vulnerable, que el paso del tiempo acrecienta el miedo que se hizo presente con fuerza desconocida en aquella mala hora que tropecé con la esquina del desconcierto. En ese momento no tuve el valor suficiente para desterrar el miedo que se apoderó de mí y recurrí como solución posible a la mala idea de  enterrarlo en el olvido, pero no lo conseguí y hoy me es imposible enfrentarlo con dignidad.

Hago malabares para ocultar el pavor que me domina al acercarme a una esquina, mis cercanos no conocen mi debilidad, con dificultad y grandes esfuerzos de control he logrado disimular ante mis amigos el terror que siento al llegar a una intersección cerrada y mi propia familia desconoce este miedo atroz que domina mi extravagante conducta.

El pánico que me producen esos ángulos erizados de incógnitas es mi secreto inconfesado. Hay quien le teme a la oscuridad, a la altura, a los trenes, a los aviones, a los ascensores, a los túneles, al silencio, a la muerte, al vértigo de estar enfermo. La mayoría de las personas que sufren de este miedo irracional no saben que lo causa, lo que produce esa sensación de parálisis que domina su estado de ánimo. A diferencia del resto de las personas que sufren de ataques de pánico, yo sé perfectamente el origen de mi miedo.

Era todavía un niño, pero con edad suficiente y enorme disposición para estar en la calle y cumplir la obligación de hacer las compras, obediente cumplía con los mandados, en ese momento las esquinas eran uno de tantos accidentes menores que debía solventar. Eran las seis de la tarde, el sol ya se había entregado y las primeras sombras avanzaban agazapadas. Distraído en recordar la lista del encargo, doblé la esquina y tropecé  con la barrera de sangre y un par de ojos que se apagaban desconcertados ante lo inesperado de la muerte que lo acoge agradecida. El silencio cubre el momento y los ojos del asesino me miran un instante y me señalan como la próxima víctima. Soy un hombre marcado por la muerte que me espera en una esquina sin nombre.


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