El peso de los recuerdos en la mirada del migrante


Desde niño la estación de tren fue mi lugar favorito, crecí entre sus corredores, sus túneles imprevistos, sus obligados pasos subterráneos. Me escurría por su estricta geometría iluminada con candilejas dispuestas en orden simétrico y caminaba con paso seguro entre desconocidos que perseguían el último minuto y sin poder alcanzarlo lo veian desvanecerse entre el murmullo de la multitud. En ese tiempo intenté sin éxito convertirme en viajero, pero algo me faltó siempre y nunca pude verme como ellos, me conformé entonces con imitarlos.

 Simulaba los pasos frenéticos de estos fantasmas en tránsito, que sin razón alguna, por puro instinto, eludían los ángulos y atravesaban en línea recta su destino sin siquiera dejar huella, poblaban los pasillos en horarios irracionales y avanzaban con el impulso repentino de prisas inusuales.

En ese tiempo se me hizo imposible transformarme en viajero. Algo fallaba en la actitud, un detalle en la conducta, un nudo de arraigo me descubría y siempre fui un transeúnte local, que reconocido de inmediato, servía entonces para orientar a los viajeros en los vericuetos de la estación.

Los verdaderos viajeros llevan su equipaje en la memoria, intentan  contrariar la mirada inflexible del guardia de turno y resguardan en las esquinas de su memoria infalible, doblados  con inusual ternura, los tesoros imprescindibles que conservan a pesar del tiempo, de la distancia y creen que esos recuerdos atesorados con paciencia los diferencia de los otros viajeros.

Con afán desmedido buscan el vagón que les corresponde, el asiento que les ha sido asignado, intentan encontrar en ese reducido espacio el rumbo que perdieron apenas se alejaron de su casa. Las ausencias obligan un suspiro sutil y se sientan finalmente con la derrota a su lado. La mirada insiste en buscar el camino de regreso que los evade, que jamás encontrarán, porque se han hundido en el sopor del sueño de los adioses. Se han convertido en corazones extraviados y es esa intensidad en la mirada lo que los hace distintos y los transforma en viajeros.

Una vez más me encuentro en una estación de tren desconocida a una hora impertinente. Ya no necesito imitar a los viajeros, me he convertido en un migrante, en un penitente sin fronteras ni destino, mi horizonte es el próximo paso, llevo impreso en la mirada el camino de un regreso que jamás encontraré, soy un corazón extraviado en fronteras desconocidas.

Yo vengo de tantos lugares esquivando la tristeza. Caminé bajo cielos remotos para escapar de las sombras, de los malos recuerdos, eludí los mares del olvido, huí de la soledad y su tormento implacable. Yo vengo de una tierra arrasada por el odio que gentes perversas sembraron veinte años atrás. Yo camino con el desierto del desarraigo a mis espaldas y la arena borra mis huellas.

Atravesé fronteras impasibles, llegué hasta el confín de los silencios para desafiar la fatalidad, que finalmente triunfó, y vino a darme alcance en un remolino de emociones encontradas que yo creí haber enterrado.

Un batallón de grillos impenitentes ha copado todas las posiciones y me asalta sin darme tregua. Con insistente terquedad la estridencia chocante de los recuerdos me obliga a permanecer oculto entre grises antipáticos.

Intento arañar el futuro sobre huellas distorsionadas por los vendavales del tiempo, pero cada nuevo esfuerzo me impone la barrera implacable del pasado, la cobardía de la huida.

Entro a la cabina del desaliento, una vez más recorro los manoseados, gastados y doblados bordes de las fotografías que me acompañan, se han diluido los colores entre la bruma de un tiempo estancado en la memoria, la imagen es difusa y tan dudosa, que no atino a saber si es recuerdo o una invención para llenar mis propios vacíos.

Imágenes fugaces. Rostros detenidos en un instante. Las palabras rotas abren viejas y dolorosos heridas de otros recuerdos, de otros errores cometidos a lo largo de la vida.


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