No hay perdón ni olvido
La turbulencia de pérdidas irreparables
empujó a Mercedes Mijares hasta Bogotá, cobijada en el odio insiste en recordar
los sucesos que cambiaron su vida:
Desdibujados entre las sombras de la
madrugada, vestidos de verde, ocultos
en la terca neblina, la columna guerrillera asaltó el pueblo.
La explosión de una bombona de gas en el
pequeño puesto policial liquidó a los cuatro policías que mantenían la paz y
despertó el terror. Los disparos a las nubes indefensas espantaron a los
loros, que dejaron las copas de
los árboles y se internaron en la selva con una algarabía de lamentaciones.
Asustados, los humildes pobladores se
asomaron a las calles y encontraron a estos hombres armados, que en nombre de
la lucha de pobres contra ricos y bajo amenazas de muerte, robaban lo que
querían y cargaban cuanto podían.
Los habitantes fueron empujados sin
consideración alguna a la plaza y obligados a oír con la paciencia que impone el miedo las
palabras del Comandante Timochenko.
Al marcharse los guerrilleros, Mercedes
Mijares, maestra de escuela, buscó a su hijo de diez años, lo llamó con voz
ronca sin éxito y preguntó desesperada su paradero hasta al mismo viento. El
silencio le confirmó que en un solo día había perdido al marido y también al
hijo.
Ella sabe que estos malvados se llevan a
los pequeños y los convierten en niños soldados, en combatientes involuntarios,
y son sometidos a la crueldad de asesinar amigos y familiares.
Mercedes rescató entre los escombros
algunos restos despedazados de su marido, girones ensangrentados del uniforme
que ella planchaba al calor de las ilusiones, lo enterró en silencio y se
perdió en el camino del odio.
En la mañana y a lomo de mula dejó el pueblo. Con el pie en el estribo le hizo la cruz y juró no
regresar nunca al lugar de su desgracia.
Al mediodía llegó a la polvorienta
estación de autobuses en San José del Guaviare, encontró pocos pasajeros y
mantuvo con obstinación el silencio de su duelo.
A las seis de la tarde apareció un
desvencijado autobús y se subió sin importarle la dirección que llevaba,
tampoco le importó el volumen de la cumbia que sonaba en la radio. Doce horas
más tarde el autobús hizo su última parada. Había llegado a Bogotá.
En estos diez años cambió el abecedario
por el termómetro, los mapas
por las inyectadoras y desde su impecable uniforme de enfermera le enseña a la
muerte otro camino.
El causante de su desgracia eludió la
justicia y ahora se presenta como candidato presidencial. Mercedes
Mijares asiste al acto y cuando Timochenko aparece no puede reprimir los
gritos: ¡Hijoeputa! ¡Asesino! ¡Dónde está mi hijo!
Otras voces de hombres y mujeres
enardecidas se le suman, guiados por el dolor de tanta muerte innecesaria
exigen justicia y están dispuestos a ejercer el castigo que este hombre merece
y que el Estado les negó.
Timochenco tiembla de miedo ante el pueblo
que exige su sangre por los crímenes cometidos. El cobarde corre protegido por
guardaespaldas.
Al día siguiente Mercedes lee los
titulares en un quiosco de periódicos:
Luego de ser abucheado en un acto
público, el líder y candidato presidencial de la ex guerrilla de las FARC,
Rodrigo Londoño, alias timochenko, sufrió un infarto y deberá ser operado en la
Clínica Shaio de Bogotá.
Mercedes levanta los ojos al cielo al
oír las campanas anunciando la hora de la justicia y murmura: Los caminos del
Señor son infinitos. En su impecable uniforme blanco parece el ángel de la
justicia y apura el paso a la clínica Shaio mientras repite: ¡No hay perdón ni
olvido!
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