La culpa
Para mi amigo Rodrigo.
Por esos días aciagos.
Su queja, su lamento, se ha convertido en un do sostenido y hace
imposible el olvido. La sombra de la pena lo acompaña, el peso del
desaliento lo inmoviliza, en cada paso el desánimo gana la partida y se deja
conducir a esa encrucijada que conoce y teme. Sabe que es inevitable y también
imposible resistirse.
Rómulo Quesada se tira prácticamente al abandono, no hay una razón única,
son las líneas de incongruencias acumuladas, que han logrado oscurecer el
horizonte, tanto o más que su propia comprensión de los acontecimientos.
Necesita con urgencia el socorro del silencio, esconder su rostro culpable
de todas las miradas, por alguna razón inexplicable se siente responsable de
los errores, de los atropellos que otros cometen.
No ha podido borrar la imagen de un niño desconocido, muerto en la orilla
de su playa, como un pez indefenso y huérfano, mecido por las dulces olas del
mar hasta la orilla.
Los noticieros hablan de una enorme descomposición global, de la ausencia
de los principios, de la invasión de delitos, de impunidad y
mentiras. La negligencia ante las
infracciones de los poderosos es una oleada de basura que lo entierra, siente
sobre la carne herida los clavos de una cruz que no le pertenece, pero la carga
a cuestas con todo su peso.
Empresarios y políticos, inversores y gobernantes, jueces y acusados,
cohabitan en las mismas instituciones, se coluden ante el lema de la máxima
ganancia, se establecen leyes contra el cohecho y las infringen con descaro.
Las cárceles están llenas de inocentes.
De tanto oír mentiras sabe de memoria y al caletre, las respuestas
imprecisas, inexactas, de los infractores, escudados siempre detrás de
los descuidos legales. Es el mismo
rostro que se repite y abusa de la fragilidad y falsea los resultados. Rómulo
está atado de manos, no puede hacer absolutamente nada, la sangre se envenena
de impotencia.
Quisiera ser como la jirafa, estar por encima, muy arriba, mordisquear
las nubes y no bajar la vista jamás, pero no puede, es un simio, un mono
lúdico, que a lo sumo se encarama en los árboles y hasta de eso se siente
también culpable, culpable de existir, con tantos temores entre facinerosos,
él, uno de tantos, uno más de ellos, por omisión.
No puede esconderse, no puede aislarse, se censura con saña y no puede
mirar a otro semejante a los ojos sin sentirse culpable. Finalmente, llega
empujado por las atrocidades cometidas por otros, a esa delgada frontera
entre la desesperación y la derrota, y se enfrenta a la angustia de su
estrepitoso fracaso.
Oye la explosión, los cristales rotos, siente estremecerse de dolor la
tierra, y una vez más la culpa lo arrincona, ¡Pardiez! exclama
consternado. No puede ni debe ser espectador de esta barbarie.
Yo lo miro caminar por la bahía entre los barcos y botes fondeados, en
cada paso una sonora despedida. Ha tomado la decisión de negar su realidad, la
considera absurda, y admite la posibilidad de otras realidades en la intemperie
del desamparo.
Desea comprar el velero que tengo a la venta, no tiene suficiente
dinero, pero igual se lo vendo, se lo entrego por lo que tiene, por lo
que sufre. Yo me reconozco en Rómulo Quesada, él va a iniciar el viaje del que yo vengo
de regreso.
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