El singular peso del silencio

 

Dócilmente peregrina por el camino que ha trazado la mano del destino y enfrenta los avatares que le han sido impuestos sin una queja, él sabe que es inútil la protesta y se mantiene resignado sobre el rumbo señalado. Él ya no espera otra cosa que este presente repetido y rutinario y es capaz incluso, de dar gracias, porque los eventos en su vida no representan mayores dificultades y en esa suerte de destino que le ha tocado, no padece ninguna enfermedad que revista gravedad.


Sus días suelen ser tediosos y hasta rutinarios, pero nunca iguales. No se vuelven a repetir con la misma exactitud y aunque la acción en apariencia sea la misma, sutiles cambios lo obligan a insistir en revisar la torpeza de sus propios errores.


A diferencia de los días, bajo el riguroso examen al que somete sus actos al final de la jornada, sus noches son exhaustivas y transcurren en una minuciosa revisión de mínimos detalles. Bajo ese microscopio, bajo esa lupa de imágenes totales, adivina enemigos en las fantasmales sombras que crecen entre grises. En la mediana claridad que el recuerdo le permite, revisa bajo el peso de la angustia creciente los intolerables errores que durante todo el día cometió. Imprudencias, groseras impertinencias lo enfrentan. Reconoce que en más de una oportunidad cometió un disparate, que equivocó la respuesta, que su conducta debió ser otra y no la que desatinadamente ocurrió y entonces, le pesan un mundo los errores, pero con la misma actitud resignada con la que asume su vida, se dice a sí mismo, casi con optimismo: ya no puedo remediarlo. Me equivoqué. Fallé. Clavo pasado.


En algún momento del insomnio imagina otras respuestas más certeras, y observa la posibilidad de otros caminos a seguir, pero al llegar a estas encrucijadas se detiene, no es capaz de ir más allá, no se atreve a imaginar los acontecimientos desencadenados a raíz de otra respuesta menos cobarde y emerge de estos desconciertos nocturnos con la carga de la derrota a cuestas.


Cumple puntual sus horarios en el trabajo y hoy, el primer paquete que debe entregar está a una distancia considerable, fuera de su itinerario habitual y lo conduce a un rincón desconocido, toma una ruta inédita y reconoce que esta vez, él ha propiciado un salto de desconcierto en su rutina.


Cruza la ciudad y pasa por sectores por los que no se atrevería a frecuentar, comprueba con un miedo creciente que en estos pasajes se han disociado los valores que a él le enseñaron a respetar y lo conducen desde siempre. Con el temor encerrado en el pecho llega a la dirección en donde debe entregar la encomienda, y con sorpresa descubre, que le resulta familiar la atmósfera, el terreno. Aquí, recuerda, lo han traído sueños tumultuosos. 


Frente a la puerta, él ya sabe lo que le espera, sabe que va a encontrar un gato negro dormido sobre un mueble de terciopelo amarillo y que debe cruzar un zaguán oscuro que huele a lavanda. Pero no sabe nada más, cuando sueña, al dar los primeros pasos por la oscuridad del pasillo se despierta y recuerda perfectamente ese retazo inconcluso del sueño.


Como en su sueño, entra sin anunciar su llegada, mira el gato que permanece dormido y avanza sin hacer ruido. Atraviesa el oscuro pasillo acompañado del olor a lavanda y en ese momento siente por primera vez el peso del silencio.


El silencio es cosa seria, nunca antes había estado ante un silencio tan absoluto y categórico, mientras camina bajo el peso de ese singular silencio se le ocurre pensar que el silencio es cosa seria, es una bruma espesa que lo envuelve y también es una sábana que lo arropa, pero ambas, la bruma y la sábana son pasajeras. Hoy, mientras atraviesa esta oscuridad lineal, guiado por la intensidad de la lavanda, en medio del peso de este inusual silencio se acerca a otra conjetura, el silencio es una prisión de la que jamás se sale ileso, el silencio instala la desesperanza, se adueña del pensamiento hasta anularlo completamente, el silencio abruma y castiga con mayor ferocidad que un grito, el silencio se convierte en cuchillo afilado que lastima.


Al finalizar el pasillo, sentado en una mecedora, un hombre parecido a él, semejante a él, treinta años más viejo, lo recibe con alegría, festeja su llegada y extiende las manos para recibir el paquete. La sorpresa le impide por un momento reaccionar, finalmente entrega la encomienda, el hombre le pide que espere y escucha su voz treinta años más vieja. 


El hombre abre el sobre, saca un libro y le dice: quiero que oiga el acápite con el que se inicia este libro. 


Él asiente y guarda respetuoso silencio.


“Un pájaro al nacer está obligado a romper la frágil cáscara que lo ha protegido hasta ese momento, es necesario romper un mundo para vivir en otro completamente libre”. 


Cierra el libro y desde la mecedora, con la mirada brillante de quien revela un secreto le dice:


Cada día se nos entrega una nueva oportunidad de ser libres, debemos destruir el mundo de miedos que se nos impone, para crear entre incertidumbres otro universo y poder vivir en libertad.


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