Un domingo diferente

 

El domingo encontró a Ricardo Contreras en pijama y sin cepillarse los dientes. Como cada domingo, Ricardo pretende cumplir con la rutina de vagar por su departamento sin acercarse siquiera una sola vez a las ventanas, olvidar por un día la intensidad que llevan a cuestas las personas en la calle, intenta encontrarse en el silencio de su departamento.


Meticuloso, destina estas horas en revisar el periódico, quiere encerrarse en su casa, alejarse de las calles, escapar del castigo que implica encontrarse con algún conocido y forzar una sonrisa, un incómodo saludo, la obligación de un gesto y tener que inventar compromisos para huidas desesperadas.


Inicia la lectura de su periódico como de costumbre y en la página de  los obituarios lo espera Alejandro Ontiveros, para romper con su rutina de los domingos. Impredecibles acontecimientos lo fustigan y obligan la  decisión de encontrarse por última vez con su  amigo.


Los recuerdos son inevitables, el pasado se hace dueño del momento y no tiene competencia con el presente y sus consabidas rutinas, ni siquiera, con la curiosidad de   saber por ejemplo, que causó el final de Alejandro, ni tampoco, qué caminos recorrió su amigo desde que la vida se encargó de marcar rumbos diferentes.


Escueta y precisa, la invitación es para aquellos familiares y amigos que deseen acompañar los restos de quien fuera en vida Alejandro Ontiveros. No tiene alternativa, la muerte no ofrece opciones.


Ante la muerte son otros quienes se encargan de este último trámite, otros quienes invitan al sepelio, otros enfrentan el costo de este paso inevitable, otros quienes deciden y afrontan este gasto, coste que debe cancelarse de inmediato y sin demora. El negocio con la muerte es estrictamente de contado, no hay créditos, ni plazos, ni pagos posteriores, ni compromisos de palabra empeñada.


La funeraria es modesta, está ubicada en un barrio pobre, cuenta con dos pequeñas salas y ambas están ocupadas, las urnas en el centro permanecen sin sellar a la espera del póstumo adiós, en el absoluto silencio eterno aguardan los cuerpos sin vida y alrededor, incómodas sillas  plásticas arrimadas contra las paredes forman hileras irregulares.


Ricardo Contreras asiste a este compromiso con la seriedad que obliga el duelo y el dolor ajenos. Entra a la sala y no encuentra ni un solo rostro conocido. Por momentos duda y piensa que se ha equivocado, pero allí está su amigo compuesto para este viaje sin retorno. Al mirar el rostro conocido, que ahora descansa ausente con los ojos cerrados, logra entre dientes una despedida sentida, llena de pena por los años de olvido, por estos afanes inmediatos que obliga la vida.


Da unos pasos y se sienta, inmediatamente escucha a su lado una voz ronca que le da gracias por haber venido, por estar presente y  en un intento de establecer un nexo sigue el hilo de un monólogo:


-Es un milagro que Alejandro logre reunir para su despedida veinte amigos, el miedo y la violencia son los dueños de nuestras horas-. -Quizás no lo sepas, pero en esta ciudad ya no se velan los muertos, su última noche es la más oscura, se les niega la posibilidad de luz, se cierran las puertas con candados y se echan a la calle a los deudos por temor a los asaltos, a los robos, a los ataques de las pandillas-.


Afuera un enjambre de motos se ha tomado las calles, insultos,  gritos y el llanto vivo de las mujeres rompen la quietud de la muerte, intenta levantarse y el hombre lo sostiene, adelgaza las palabras hasta el susurro y dice: -afuera se ha encendido la venganza y la sangre de los inocentes también es roja y vale igual para su propósito-. Se oyen disparos, silba el plomo contra el viento en busca de corazones y el espanto de un grito incontenible abre una puerta enardecida. Un cuerpo se desangra. Las motos se alejan. Se ha cumplido una vez más  la revancha, la injusticia del desquite, la imposición del odio.


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