El revés de los dados

 

Lobo camina con paso gastado sobre esta noche nubosa y sin luna, atraviesa de memoria por calles estrechas, esconde la lumbre del cigarrillo en el hueco de su mano, la navaja automática, de acero afilado, en uno de sus bolsillos y en el fondo de la mirada sus intenciones. No se permite una sonrisa, una alegría. Su pensamiento desborda resentimiento y rabia, un odio espeso le enturbia el futuro, ensucia las mañanas y le come el hígado.


La cabeza en alto, la mirada al acecho, con el cigarrillo escondido en el hueco de la mano, Lobo le da una intensa chupada y sin detenerse, sin cambiar de paso, pegado a las paredes, bajo los interrumpidos aleros de los edificios continua su rumbo, su impostergable cita con su sino.


Conoce perfectamente el camino y su destino. A esta hora Cristóbal Valenzuela festeja su efímera victoria en el El Castillo de Aragón, un oscuro bar del puerto. Se le calienta la sangre en las venas, el corazón bombea con más fuerza rencor, siente que se asfixia al recordar a su enemigo, pero no se detiene, ni cambia el paso. Inhala con más intensidad el áspero humo de su cigarrillo y lo expulsa lentamente, saca todo el humo de los pulmones, pero mantiene intacto el veneno del encono, que muerde el costado en donde guarda la navaja.


Lobo sabe que a esta hora la Andaluza, la canalla, acompaña a Cristóbal Valenzuela. Ebria de placer se deja manosear y con labios encendidos, dientes amarillos de nicotina, lengua de víbora y aliento de alcohol barato se entrega con besos desesperados al capricho de la ocasión, de la oportunidad que se le ofrece.


Valenzuela conquistó a todos con sus modales, con su acento extranjero, con las historias de naufragios y derrotas vistas en el  cristal opaco de un destino incierto y con la actitud indiferente con la que acepta por igual la mano que le toca, ya sean triunfos o fracasos. Lobo no puede olvidar ese gesto de desprecio, cuando la otra noche, al tropezar los dados contra la esquina de la mesa, sobre el tapete verde, los dados que antes le sonreían le voltearon el triunfo, le negaron la victoria y con el aire de menosprecio que lo caracteriza, Cristóbal Valenzuela toma el dinero y sostiene a la Andaluza de la cintura. 


Inmóvil, como un espantapájaros, con el pulgar sobre el botón de la automática, Lobo espera en las sombras, en el silencio. El acero en suspenso, la muerte al acecho. Valenzuela sale del Bar y camina en dirección contraria, Lobo le da alcance y con la torpe cobardía que lo acompaña, acuchilla una y otra vez al hombre que lo humilló, las piernas sin fuerza suficiente abandonan a Cristóbal Valenzuela y con el mismo desdén, con la misma actitud indiferente que le conocen, Valenzuela tropieza contra el asfalto, contra la muerte.


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