Tres campanadas
La campana de la iglesia apagó el sonido de los tres disparos que con
extraordinaria sincronía impactaron en el cuerpo de Francisco Pernía
obligándolo a enfrentarse a una muerte tan violenta como inesperada, justo
ahora que se despejaban los cielos, que se evanescían las sombras de la derrota
y se anunciaban triunfos hasta ahora ocultos entre dramas personales y ajenos,
su sino de fracaso lo enterraba, ganaba nuevamente la partida el infortunio.
Yo lo encontré tendido sobre la acera braceando a contra corriente en las
oscuras aguas de la muerte y asistí a su último esfuerzo por recuperar el
aliento antes de hundirse en esas profundidades de las que no podrá salir
jamás. En los intervalos de la asfixia, enfadado contra la agonía que se lo llevaba
contra su voluntad, logró articular algunas palabras, componer un nombre.
Una primera cita que terminó en cama ajena pero sin derecho a desayuno me
obligó a cruzarme a las tres de la madrugada con Francisco Pernía, yo venía de
celebrar las oportunidades de la vida y tropecé con su muerte.
Llamé de inmediato a la Comisaría y esperé la llegada del forense, acompañé
a este desconocido que vino a perder la vida en las puertas de una iglesia
junto a una cruz deshabitada. Se aferró en un último y desesperado esfuerzo por
convertirme en su Ángel vengador y me sopló un nombre que no puedo olvidar y
tampoco debo pronunciar hasta que descubra el papel que juega en esta historia.
Con improvisados objetos acordoné la zona y aislé el cuerpo de curiosos,
recorrí el perímetro de esta escena hasta que me dolieron los pies, rescaté los
tres casquillos calibre 7.65 que rodaron sin su carga de plomo hasta el borde
de la acera, y seguí el protocolo según las enseñanzas de la experiencia, que
son mucho más precisas que la vaga teoría sin lógica aprendida en la Academia.
Ese muerto es mío, yo lo encontré, soy yo quien debe investigar y descubrir
quién disparó y porque lo mataron. Así defendí mi derecho a investigar este
crimen sin revelar el nombre que Francisco Pernía me había confiado.
Únicamente quien ha visto a los ojos la fuerza suprema de sobreponerse a la
muerte, de apartar las sombras en el último segundo, para escupir con
borbotones de sangre un nombre, es capaz de entender mi obstinación en seguir
una investigación y no dejar a este muerto vagar entre papeles de casos sin
resolver y cumplir con la voluntad de justicia, o quizás de venganza.
Termino de reconstruir la vida de tropiezos de Pernía, su terca insistencia
en convertirse en Gerente de Planta de la Industria Farmacéutica, cargo que
obtuvo horas antes de encontrar la muerte.
Me sorprende conocer, que con un título universitario de químico, trabajó
como empleado de limpieza los últimos seis meses en Farmacéuticas Unidas.
La investigación me lleva por caminos inusuales, descubro que Pernia logró
establecer las conexiones internas de una extensa red dedicada al tráfico de
sustancias prohibidas y el peso de esa información lo catapultó al cargo que
garantizaría su futuro, pero lo perdió su falta de cálculo y malicia. Dejó de
ser una sombra en la nómina, se hizo peligrosamente visible, y se constituyó en
un peligro que era necesario eliminar.
Enfrascado
en llegar a Gerente de Planta, Francisco Pernía entendió demasiado tarde que el
verdadero jefe de la banda era el Gerente General de la empresa y ese fue el
nombre que pronunció antes de morir. El nombre de su asesino, el hombre a quien
yo espero en esta encrucijada entre la ley, la justicia y la muerte..
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