La esquina de la vergüenza
A
mi amigo Vires.
En
Chile los peatones tienen una particular forma de interactuar con los autos, él
seguramente lo sabe.
Cruza en la esquina con un desprecio
absoluto por las normas, su conducta es arriesgada e ignorante. Su comportamiento
es producto de un pensamiento infundado: él cree que las calles le pertenecen
al peatón, que los autos han invadido la vía pública e impuesto sus términos a
la fuerza y son en definitiva una causa de muerte que incrementa las estadísticas
cada año.
Desconoce las leyes de tránsito, los
deberes de los conductores y las obligaciones de los peatones. Cree que las autoridades
deben proteger a los transeúntes indefensos y las leyes imponer a los conductores
la pena de eliminar su licencia ante cualquier eventualidad que signifique
poner en riesgo al caminante y en un cambalache
inesperado convertirlos en peatones de por vida. Él es un extremista
inconsciente y no lo sabe.
La insistente y chocante corneta de un automóvil
le advierte del peligro inminente, la bocina insiste en que mantenga la
distancia, lo apremia a detenerse de inmediato. Con actitud irresponsable desoye
la advertencia y consecuente con sus ideas sigue adelante. Sin darle ninguna importancia
oye el escándalo que producen los neumáticos sobre el asfalto en la desesperada
intención de frenar. La corneta insolente insulta su soberbia y en ese momento mira
en dirección del coche con la intención de recriminarle su actitud. A pesar de
los frenos aplicados con fuerza y decisión el carro no se detiene de inmediato
y se le viene encima. El peso de la carrocería, la velocidad, las leyes de la
física, la inercia, mantienen en movimiento al vehículo convertido ahora en un
toro embravecido que está a punto de embestirlo. El frenazo que el conductor
impone a la bestia se convierte en un chirrido espeluznante, él reconoce que el
impacto contra su cuerpo será el de una bola de demolición.
El instinto de conservación puede más que su
testaruda convicción de que los transeúntes son propietarios indiscutibles de
la calle y tras un esfuerzo más allá de sus fuerzas da un salto de último
momento para mantenerse a salvo y lo logra por escasos milímetros. En el último
segundo gana la partida, pero pierde el equilibrio y su humanidad cae. Sus huesos chocan contra
el pavimento, el corazón se dispara, no termina de recuperarse y permanece
tendido a un costado de la calle. El carro finalmente logra detenerse, la
puerta del auto se abre y se baja una persona menuda, piensa equivocadamente en
medio de su estado de alteración que es un enano, imagina que es un eunuco, que no tuvo el valor de
defender su hombría y ahora se acerca solícito a prestarle ayuda.
Con paso firme el conductor se le acerca, complacido
él espera sus atenciones, para mayor sorpresa el conductor resulta ser una
mujer, el cabello largo y negro, los labios pintados, su rostro y sus formas la
delatan, no usa tacones a pesar de su estatura y resulta un enigma. Su ropa es ajustada y provocadora,
debe practicar con constancia, disciplina y desesperación algún deporte que ha
tallado su cuerpo, sus músculos están perfectamente definidos y el ritmo que
imprimen los pasos a ese cuerpo menudo parece más bien un acercamiento erótico.
La mujer no grita, no insulta y en la medida que se acerca una erección
imprevista lo sorprende.
La mujer se detiene, en sus ojos él reconoce
las chispas encendidas de la ira y la oye decir en voz baja: -eres un cretino,
un ignorante, pero mi abuelita afirma, y yo le creo, que la letra con sangre entra-.
Sin esperar ninguna respuesta la mujer le da
dos soberanas trompadas, aplica con eficacia la sabiduría de las abuelas y le provoca la inmediata detumescencia de la
vergüenza.
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