Portero electrónico
Portero electrónico
Tengo mi propio cementerio de ideas, mi personal depósito de cadáveres, de pensamientos caídos en combate, o liquidados antes de iniciar siquiera alguna acción. Con cierta frecuencia visito a estos muertos míos, para no dejarlos caer en el olvido, o en las sombras espesas de lo perdido sin remedio.
Yo me resisto a abandonar esas ideas en el saco de los desperdicios, en el hueco de los fracasos. Esas ideas que mantengo en suspenso, en descanso, son una parte importante de mi vida y por eso las conservo. No son recuerdos, son pensamientos firmes, que mantengo como una provisión alternativa de posibilidades, para poder ejercer mi labor de creador.
Muchas de estas ideas son la respuesta obligada a momentos de ira, de impotencia ante hechos concretos y consumados. Pero más tarde, sosegado el ánimo, las intenciones de llevar adelante esos pensamientos surgidos del resentimiento se apagan en las aguas de la razón. Con los vientos calmos de la reflexión, esas terribles acciones duermen ahora en los nichos de estas catacumbas, siempre al alcance de una ventolera que me consuma, de la realización de una obra que sea expresión de la realidad.
Aquí también descansan otros pensamientos, que surgieron en momentos de dolor, entre el desamparo y el desespero y me empujaron al borde de precipicios lamentables. De esas catástrofes me aparté con miedo y logré impedir a tiempo la caída. Conservo esas ideas y ahora son mis señales de alerta.
En este espacio ilimitado que es mi memoria, a medio enterrar, mantengo otras percepciones que me acompañaron en momentos de euforia, de entusiasmo y no pude llevarlas adelante, la falta de elementos imprescindibles, el exceso de fantasía y mis propias limitaciones me impidieron consumarlas y coronar el éxito.
Una noticia inesperada, una convocatoria que pasé por alto, un llamado a concurso que no ví a tiempo, que se escabulló entre los compromisos domésticos, me obliga a dar respuesta y me empeño en crear una obra que me represente antes de cumplirse la fecha de entrega. Creo que debo estar presente en nombre de mi generación. El deber de un artista es trabajar sin descanso y confrontar su obra en concursos y salones de arte.
Para cumplir este compromiso me enfrento al escaso tiempo que me queda y me detengo ante la duda y el dilema. La interrogante a responder es, sí por esa falta de tiempo debo buscar patrones enterrados entre manías y obsesiones antiguas, revisar quizás, las viejas posibilidades que mantengo guardadas por capricho, o buscar en el cementerio de ideas, o concebir un ingenioso diseño de formas y apariencias distintas, que cumplan el propósito de reemplazar símbolos por imágenes y sean verdaderas representantes de la vanguardia.
Decido realizar un proyecto novedoso, dar paso a nuevas concepciones que permitan visualizar otros horizontes y me olvido por momentos de las viejas obsesiones, las dejo en paz en el cementerio de las ideas, como cadáveres inservibles y me empeño en elaborar un concepto diferente.
Improviso un croquis arbitrario con más intuición que certeza, juego con la superposición de nociones adquiridas, reemplazo antiguos y conocidos mecanismos por singulares impulsos con efectos de movimiento, decido optar por por la sencillez de lo inmediato, el impacto de lo inminente, el golpe visual de lo cercano, la firmeza de la línea contra lo difuso de las formas y finalmente, ilumino los trazos utilizando variaciones del verde, ese color que simboliza la esperanza, la ilusión de renovadas y nuevas promesas capaces de abrir la puerta de la libertad.
Para entregar este proyecto me faltan todavía algunos detalles, estoy en el límite, cuento las horas y hasta los minutos, no tengo descanso ni me permito horas de sueño. Con esfuerzo, oficio y mucho empeño he logrado culminar la obra y me siento satisfecho. He terminado la imagen, que como todos mis actos, desde ese instante en que apareciste en mi vida, te evoca. Mi empeño contra el tiempo gana la partida.
Tengo que vencer un último contratiempo, terminado el proyecto hay que entregarlo. Hoy se vence la fecha y decido tomar un taxi para no enloquecer buscando un lugar para estacionar mi vehículo. En esta ciudad se lucha desesperadamente contra el tráfico, las calles dejaron de ser amables y se vive en un eterno congestionamiento, en un permanente estado de atasco, de tránsito lento y pesado, que impide el cumplimiento de los compromisos y obliga la impuntualidad como conducta.
Voy en camino, el inflexible reloj me exige prisa y el paso de la ciudad impone un ritmo diferente a mis necesidades, estoy al borde del incumplimiento, en un peligroso límite de tiempo. La insistencia de una ambulancia que anuncia una emergencia mayor que todos nuestros compromisos pide paso, las sirenas encendidas desbordan la ansiedad y agregan una angustia mayor al tiempo que nos falta por cumplir y advierte, que un segundo puede significar el límite del final definitivo y último. Los autos se mueven peligrosamente a los costados y abren una brecha estrecha por donde pasa la ambulancia con la esperanza de salvar una vida. De inmediato se cierra la brecha, vuelven los autos a sus respectivos lugares, a sus posiciones iniciales y cierran el paso, como dientes enormes, deformes, de diferentes tamaños y vivos colores.
Me bajo del taxi con los segundos contados y corro los escasos metros que me faltan para llegar, salto de dos en dos los escalones, ese último tramo que debo salvar para cumplir mi meta, un paso más y gano la entrada, pero el puntual y estricto mecanismo se ha puesto en marcha, el portero electrónico que sustituye la interacción humana y abre las posibilidades de entendimiento, se cierra automaticamente, me impide el paso y cubre de silencios mis expectativas.
Estupefacto, inmovil, derrotado, observó cerrarse mi oportunidad, cumplido el último segundo el portero electrónico me dejó afuera. Desde la calle, del otro lado de la puerta cerrada, mi mirada se pierde en el desconcierto a través de la transparencia de los cristales, los pasillos están desolados, no hay a quien pedir ayuda.
Un ingenioso mecanismo electrónico, instalado contra la impuntualidad, esa mala costumbre que se apoderó de nosotros, frena mi avance, no hay humano que interceda ante el riguroso cumplimiento del horario establecido, la máquina inflexible cumple su cometido y no encuentro un alma que pueda impedir este tropiezo.
Mi fortaleza permanece intacta, la obra está terminada. Esta es una de tantas circunstancias, de las muchas eventualidades a las que me enfrento en el momento de crear, de convertir las ideas en hechos, de confrontar mi trabajo. Pierdo la oportunidad de un premio y de obtener el reconocimiento y el dinero que con urgencia necesito, pero mantengo la obra, la satisfacción de haber cumplido con el acto de crear.
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