Desaparecidos sin tumba ni olvido


Llegué al D.F en México, luego de un viaje agotador. Necesité varios vuelos y conexiones en países diferentes y atravesar innumerables inconvenientes para participar en una reunión planificada con anterioridad. Mi presencia es necesaria para avalar un compromiso adquirido entre empresas hermanas y globalizadas.


Llegado el momento, quienes debían presentarse a la reunión se excusaron, escurrieron el bulto, inventaron motivos y compromisos ineludibles, con el fin de faltar a un  encuentro, que únicamente responde al capricho de los mexicanos, ellos  necesitan esta reunión para inflar sus cuentas y justificar el gasto en sus balances.


Con engaños y falsas promesas me cedieron la  representación de la empresa, un papel que no me corresponde. No pude negarme y preparé un viaje de urgencia, sin tomar ninguna previsión.


Vivo en las orillas de la playa, mis pasos rozan la espuma esquiva de las olas, mis pies se cubren de ese encaje efímero, que luego desaparece entre las rocas, esas burbujas de sal, que golosa, se traga la arena blanca  del Caribe.

Aterricé sin mayores preparativos en una geografía diferente, con un meridiano distinto y respiré un aire sucio con ausencia absoluta de yodo, que abunda en mi playa.


Entré a la reunión sin siquiera haber pasado por el hotel y a mitad de ese encuentro, entre jerarquías, a las que no pertenezco, el brusco cambio de altura me pasó factura. Sentí un pequeño mareo y un insistente latigazo en las sienes, que amenazó con destrozarme la cabeza, pero seguí en pie y logré mantener la compostura hasta el final.


Con cierta dificultad me presté de cuerpo entero para la foto, no quise quedarme para el almuerzo y me dirigí directamente al hotel. Dormí profundamente hasta las siete de la  noche, me bañé con un potente y reparador chorro  de agua caliente y me sentí renovado, dispuesto a recorrer las calles de la capital de México, ciudad que no conozco.


Salgo del hotel y camino directamente al zócalo, todos los locales muestran esqueletos de diferentes tamaños y en actitudes contradictorias a su falta de carnes, fuman y beben alegres, se cubren la osamenta con grandes sombreros de charros, visten trajes llamativos y  las flores amarillas de cempasúchil, adornan los espacios y se enfrentan entre sí, quieren ser el centro de todas las miradas y combaten en belleza con alhelíes blancos y una flor roja, que llaman Pata de león.


En las calles hay mesas con ofrendas, sahumerios, comida, pequeñas lámparas de luz opaca y alumbran las esquinas con la llama de las velas. En cada local comercial, por humilde que sea, la muerte es bienvenida y esperada. En las casas se hacen los últimos preparativos para regalar a sus deudos con comidas y bebidas, dispuestos a pasar una noche en vela, inolvidable.


Al caminar entre las calles vestidas para esta fiesta única, me percato que  es primero de noviembre, que es el día de todos los muertos y aquí, en México, la muerte se venera y se respeta de una manera diferente.


En este día los muertos regresan a casa, hacen un largo viaje para reunirse con sus parientes y amigos. Los muertos atraviesan la frontera de lo imposible y con un pasaporte refrendado, un salvoconducto único, este día, los muertos dejan las sombras y peregrinan desde ultratumba a la gran fiesta del recuerdo. A los muertos los guía la luz que despide la memoria de los vivos y únicamente por este día, dejan las sombras y se ausentan veinticuatro horas exactas, pero su nombre permanece grabado en esa página oscura, que delata el final del camino  y no hay forma de borrarlo.


Los olores y el hambre me empujan a una calle en donde se alinean carros de comida, aquí se come con sumo cuidado, entre los codos de desconocidos, evitando las manchas, que delatan un descuido, aquí sirven con generosa abundancia y se despachan con rapidez  los alimentos, sin grandes miramientos, con más placer que incomodidad.


Alguien termina y se va, deja un espacio vacío en uno de los carros de comida y me cuelo hasta llegar al frente. Sobre el alerón del tarantín, alineados de punta a punta, los tarros de greda ofrecen salsas de todo tipo y color, pequeñas cucharas de madera se sumergen en estas espesuras de colores condimentados y los aromas, sobre todo los aromas, siempre los aromas, me obligan a decidir. Con dudas y grandes expectativas sobre esta oferta gastronómica, hago mi pedido, después de consultar la lista de nombres incomprensibles, pintados con tiza, sobre un precario pizarrón improvisado.


El hambre es mala consejera y quiero probarlo todo. Pido una flauta y antes de morderla pongo una cucharada de salsa verde, detrás de cada mordisco una salsa diferente. Me pido un taco de manitas de cerdo y lo riego con picante, con cada mordisco me lloran los ojos y la nariz y entre las lágrimas, en el costado izquierdo del puesto de comidas callejero, surgen dos hombres que hablan, comen y beben. Tengo la sensación de conocerlos.


Los señalo y pregunto.


¿Qué bebe esa gente?


El muchacho que me atiende, siempre amable y dispuesto. Responde.


-Paco, el gordito, un jarrito loco y Juancho,  el de barba, un pulque.


Me arden hasta los pensamientos con la ingesta de picante, pido un vaso de cada bebida y en un sorbo de pulque, una ráfaga del recuerdo me trae los nombres completos de estos hombres. Paco Ignacio Taibo II y Juan Villoro, son los personajes que creí conocer.


Los he leído, son escritores mexicanos, sus fotografías están en las tapas de sus libros, escriben columnas en los periódicos y hoy dejan de ser signos de admiración en mi propio imaginario y comen a mi costado izquierdo este primero de noviembre, en una calle oscura del D.F.


Recuerdo algunos personajes de sus libros, la trama de los textos. Para celebrar este momento pido dos tacos: un taco al Pastor y otro taco de carnitas. Me emociono y estoy a punto de atragantarme con una hilacha de carne condimentada.


No quiero interrumpirlos y cuando se marchan los sigo, espero tener el valor suficiente para hablarles.


La calle por la que avanzamos desemboca directamente en el zócalo. El círculo ha sido invadido por puestos ambulantes con faroles encendidos, venden esqueletos, calaveras de mil formas y tamaños en posiciones diversas y humanas. Esta noche hay un hervidero de gente dando vueltas en el zócalo.


De uno de los edificios, quizás, de un portal oculto dejado expresamente por Siqueiros, de una grieta camuflada, entre dimensiones y perspectivas del tiempo, pintadas por Orozco, o de las misteriosas rendijas insondables, cómo heridas, de los murales de Rivera, salen 43 sombras, que reconocen a Juan Villoro y a Paco Ignacio y caminan tras sus pasos.


43 sombras vestidas de humo una noche huérfana.

43 nombres sin tumbas en donde se puedan colocar las luces que los guíen a sus casas, para comer y beber con sus familias.

43 almas perdidas.

43 fantasmas coronados con tristes calaveras pálidas, desorientados, lejos de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa.

43 ánimas sin camino en el medio de la nada. En un limbo.

43 esqueletos que arrastran una mochila por donde los sueños escaparon sin dejar rastro, cómo escapó la sangre de sus cuerpos y la tierra sedienta allá en Iguala se la trago toda, sin dejar siquiera una gota, como muestra de su paso por Guerrero.

43 nombres, que a un año de su desaparición,  se han convertido en una lista, o en parte de esa lista interminable de injusticias.

43 recuerdos, sin paz ni sosiego.

43 que buscan quien cuente su historia.

43 que junto a millones, oyen el reclamo de sus familias: 

¡Vivos se los llevaron! ¡Vivos los queremos de vuelta! 


Ellos. Los 43, encontraron en las letras impresas de los libros, las definiciones que buscaban y quisieron transformar su horizonte de cercas y alambres de púas. Desafiaron la hostilidad de un orden establecido por el poder y la bárbara realidad los extravió, hoy, quienes gobiernan, se encargan como siempre de cubrir las huellas que señalan la verdad de su desaparición forzada.


Los 43 son invisibles y caminan tras Paco Ignacio Taibo II y Juan Villoro, dos escritores comprometidos con su tiempo, con la historia, con el futuro y sobre todo con las letras. Las letras, las peligrosas letras capaces de desenterrar los 43 cuerpos de debajo de las piedras y hacer justicia. 


En procesión caminamos por la calle Madero, llegamos a la Avenida Reforma, veo al Imponente Ángel de la Libertad ¡Ese símbolo! Siempre hablando, Villoro y Taibo se dirigen al Ángel.


Hago el intento de seguirlos, pero un agudo dolor me lo impide, asustado, con el temor de morir lejos de mi playa, de mi mar, de mi cielo, corro al hotel en donde me alojo, que se encuentra muy cerca.

En la recepción del hotel sufro un colapso, llaman a un médico de urgencias y me trasladan a mi habitación. Confundido, con fuertes dolores, entre extraños, que me acompañan con una vieja solidaridad olvidada, oigo el diagnóstico preciso, en boca de un científico mexicano.

 

-Una vez más se cumple la venganza de Moctezuma.


Mi enorme falta de conocimiento, mi ignorancia, del tamaño del mar de donde vengo, me obliga a pedir una explicación y pregunto más muerto que vivo: 

¿Qué enfermedad es la venganza de Moctezuma?




 

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