Un intento por adivinar mañanas

Todos tenemos los pasos contados, también, de antemano, está programado el número exacto de latidos, esos golpes sincronizados de sangre, que a borbotones entran y salen del corazón. En esta  increíble y maravillosa maquinaria se ha programado con precisión cada inhalación que llena los pulmones, hasta la exhalación última y definitiva. Los suspiros no cuentan en la ceñida contabilidad de estos  actos mecánicos y quién sabe, cuántas otras cosas más.

Quizás, a lo mejor, están previstos los cauces por donde correrá nuestra vida, el trazado de horizontes posibles, los caminos que vamos a transitar a  ciegas y dando tumbos, pero realmente no  tengo seguridad, ni siquiera una señal borrosa de que el futuro esté escrito, en cambio, tengo la certeza que el fin de nuestra vida está marcado, y en eso nos parecemos a los tarros de mermelada, en ellos también viene impresa la fecha de vencimiento.

Tenemos asegurado el final, una mano ajena y desconocida marcó sin titubear el día y la hora del suceso, esta es una afirmación innegable, confirmada con esa primera nalgada, que nos obliga a buscar la bocanada de oxígeno, señal inconfundible que estamos en presencia de la vida y también, por consiguiente, de la muerte.

Durante un tiempo revisé con frecuencia los obituarios, encontré metáforas señalando con tristeza las claves de la conclusión de una vida, y la terca negativa a aceptar la muerte, único acontecimiento del que no podemos escapar y que de nada valen decisiones temerarias y voluntaristas.

El momento de la muerte está definido y señalado en un libro sin concluir, quizás guardado en un palacio estelar, es posible que esté  iluminado con los destellos de vitrales expuestos a la luz de innumerables estrellas. Con la letra firme de una lengua muerta  se cierran para siempre los caminos y se anuncia el momento de convertirnos en polvo y piedra.

Lo que no sabemos, la incógnita que nos rodea y que debemos descubrir en este trayecto es  de otra índole.  Lo que debe llamar nuestra atención, no es precisamente la muerte, nuestra desaparición, la despedida final de todo cuanto conocemos. Lo que verdaderamente debe llamar nuestra atención, por encima del éxito o el fracaso son otros detalles más significativos, o en todo caso, útiles para el recorrido que debemos cumplir en la construcción de ese estrecho universo de acciones, que dejaremos como recuerdo.

Lo que debe ocuparnos es estar preparados para dar el próximo paso y no perdernos en ese afán incesante, desesperado, de vislumbrar el mañana, de intentar adivinar el futuro en el reflejo del agua estancada en un aljibe, o en nuestros sueños exultantes, o en el incomparable canto de un pájaro a media noche. Debemos dejar de lado esta obsesión, ese fallido intento de encontrar alguna hilacha de seguridad para poder avanzar entre las sombras.

El miedo nos empuja a equivocar el rumbo, engañados tropezamos y caemos con frecuencia, sin descubrir a lo largo del camino, que el verdadero temor, el que nos impulsa a intentar la descabellada empresa de avizorar el futuro, es no saber si estamos preparados para los esquinazos del destino, si tenemos la suficiente entereza para encarar las vueltas de tuerca que nos esperan, los inevitables asaltos de las sorpresas, los desconsiderados eventos a los que somos sometidos constantemente.

Olvidamos por completo esa antigua afirmación de nuestros llaneros, que enfrentados a lo inconmensurable de su geografía, a lo inédito de sus días, en el lomo de sus caballos, miran a través del viento y son capaces de decirle al pasar:

¡El hombre es del tamaño del compromiso que se le presenta!

 

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