La lamentable historia de un bandido


Era un redomado zascandil, no tenía remedio, con enredos y astucias había engañado a todos en el pueblo. Desde hacía años venía dando tumbos por esos caminos de olvido y siempre encontraba la manera de engatusar con falsas promesas, a los confiados vecinos que no le conocían.
Logró convencer al alcabalero sin mayores esfuerzos, con la vieja trampa de siempre y ya tenía en la bolsa una buena cantidad de dinero. Había llegado el momento de las desapariciones, de convertirse en fantasma, en el mal recuerdo de sencillas gentes de bien. Otro pueblo lo espera, otros simples incautos, pero quiere más, desea llevarse de la iglesia una antigua talla de San Erasmo, patrono de los marineros, una reliquia, que según su parecer no necesitaban en este confín del mundo y tiene un alto precio en el mercado.
Finalmente creyó haber encontrado la manera de convencer al cura, reacio a que la imagen salga del templo se niega a entregarla. La pediría en custodia por unos pocos días, una semana a lo sumo, con el fin de ser restaurada por un artista, un ermitaño de manos maravillosas, que se apartó del mundo para orar.
En la puerta de la iglesia vio al viejo sacerdote apagando las velas con un matacandelas y sin ningún temor al gran poder de Dios, entró decidido a llevarse al santo, se comprometía solemnemente a devolverlo restaurado para el próximo domingo, recompuestos y enaltecidos todos sus colores.
Escondió sus perversas intenciones bajo gruesas capas de adulaciones, endulzó la voz, escondió el brillo de la codicia con una actitud de falso desinterés, y para no ser descubierto, bajó los ojos con el remedo de una humildad que nunca sintió.
Contó una mentira delante de la imagen, sin importarle el descaro de cometer un pecado, todos sus años de tropelías le aseguraban que no sería descubierto.
Relató con teatral convicción, que en uno de sus viajes lo sorprendió una tormenta, aseguró haber sentido los vientos desatados creando remolinos en todas direcciones, amenazando con su furia hacer trizas las velas de la embarcación y las enormes olas empeñadas en reventar la quilla. Afirmó haber pensado por un momento, que sus huesos se perderían bajo las aguas de un mar embravecido.
Detalló: que con mucho miedo pidió a San Erasmo por su vida y la de sus compañeros. El santo oyó sus súplicas, intercedió ante las fuerzas de la naturaleza y el temporal amainó, se aquietaron las aguas y tuvieron buen tiempo hasta que arribaron seguros al puerto.
Declaró estar en deuda con San Erasmo, que lo había salvado de un naufragio seguro, que él era un convertido y que al ver su imagen en ese estado lamentable, siente la obligación de ayudar y está seguro que este artista devolverá los colores a la imagen que él venera.
Antes de bajar al santo de su pedestal, el viejo cura lo sentó frente a la imagen y una tras otra le contó los créditos y las historias que hicieron posible convertir a este sufrido mártir en santo. El sacerdote con pasos pesados lo acompañó hasta la puerta de la iglesia. En mitad de la calle un menesteroso clama por ayuda con voz lastimera.
Tiene el triunfo entre sus manos, pero debe salvar este último trámite, en respuesta se acerca al indigente para ayudarlo, pero el hombre está en un estado lamentable de borrachera y al intentar prestar auxilio al mendigo, este lo vomita. Siente que todas las cloacas del acueducto se han desbordado, que le caen encima restos malolientes, sabe que el cura lo observa y forcejea sin violencia con el hombre que lo arrastra al suelo, la botella de un aguardiente que quema las tripas se rompe y baña la imagen de San Erasmo.
Con dificultad el sacerdote se ha acercado a los hombres que yacen en el suelo, la imagen ha quedado en un peligroso equilibrio al filo de un escalón, expuesta a la incandescente luz del mediodía reluce como nueva luego del contacto con el alcohol. Al ver la imagen con sus colores recobrados, el sacerdote se olvida de los hombres y grita ¡Alabado sea Dios!
De inmediato se corre la voz y se improvisa de urgencia una procesión por el pueblo, los fieles cantan alabanzas y los descreídos certifican un milagro.


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