El sitio de Altamira

 


En esa frontera imprecisa, en esa línea imaginaria entre Los Palos Grandes y Altamira, hay un lugar insólito, es un local sencillo y sin lujos, levantado con esfuerzo por una familia portuguesa, sin grandes pretensiones, jamás han querido ser un café francés, aunque su especialidad son los croissants. Este singular café es un punto discreto rodeado de ostentación y ambicioso alarde, que pasa desapercibido por quienes desconocen su fama, camuflado en la sobriedad de una de sus calles poco transitada.


Son muchos los que afirman que en este café, del que me permito ocultar su nombre, se hornean los mejores croissants de la capital y desde diferentes lugares de esta ciudad, que crece sin control ni sosiego, llegan insaciables los clientes, que hacen cualquier esfuerzo para obtener un bocado de gloria de sus encendidos hornos. 


La fama de este café se extendió de boca en boca, alguien corrió la voz, otro repitió el entusiasmo y poco a poco, como las capas de los deliciosos croissants que estos portugueses hornean, se fue levantando el prestigio de este sitio, quién o quienes lo hicieron, es una incógnita que no he podido resolver. 


Yo soy un cliente de toda la vida y efectivamente, los croissants son maravillosos, también lo es, el café con leche, cremoso y en su punto exacto de calor, para  disfrutarlo sin correr el riesgo de quemarse la encía. 


Muchos quisieran que escriba el nombre, que entregue las señas, que denuncie la dirección, que explique la forma de llegar, pero me niego, mi deber es amparar a una clientela desamparada que ha tomado este lugar como suyo. Estoy convencido, que al revelar la ubicación de este sitio, el café se convertirá en el coto de caza de los desalmados, que nunca faltan, que abundan, porque deben saber, que este lugar, por extraño que parezca, se ha convertido en santuario de las mujeres que recién inician el áspero camino de llevar la carga de la vida solas, convertidas en divorciadas al pasar una brusca página de sus vidas. 


He pensado muchas veces que estas mujeres ya no saben cómo mirar el mundo, que las persigue el temor de cometer una imprudencia, el miedo de un disparate que perjudicará a sus indefensos hijos. Estas mujeres llegan al café persiguiendo el intenso olor de la mantequilla con la que los portugueses envuelven generosamente los croissants, ese olor de mantequilla caliente les enturbia los sentidos, les entibia la sangre, les diluye el dolor y les abre el apetito que perdieron cuando despidieron al marido. 


Son mujeres jóvenes y aparecen pasadas las nueve de la mañana, nunca antes de esa hora. Primero deben cumplir con sus obligaciones: dejar a los hijos en la escuela, ordenar las  habitaciones, limpiar los baños, disponer el almuerzo. Al finalizar las tareas la casa se llena de silencios y recuerdos ingratos y es el momento de huir en busca de un minuto que las aparte del desconcierto. Mujeres envueltas en incertidumbres, con una lista enorme de preguntas sin respuesta, mientras su cuerpo se desgasta en el reposo de una cama sin sobresaltos y largos espacios vacíos.    


No hay extravagancias ni desafueros en su conducta, aún no se adaptan a su nueva condición. El temor y la huella del sueño roto les pesa demasiado, no se han familiarizado todavía con la ausencia inesperada. Es  un dolor nuevo, desconocido y cargan con toda la culpa de un fracaso que no les corresponde, que en todo caso, es un fracaso compartido, pero aún no lo han descubierto.


Yo la miro venir con sus dudas a cuestas, con sus pasos tímidos, entra al café envuelta en la fragilidad de la hora, se sienta y con un gesto automático se alisa la falda y espera ser atendida. Es su primera vez en el café, la delatan los ademanes, la postura rígida y la mirada inquieta, que finalmente logra fijar en un punto ambiguo, entre los últimos silencios que crecen con los días sin esperanza. 


Es el momento de acercarme, ella necesita quitarse de encima el peso del silencio que la abruma y ganar la confianza que perdió. Es una mujer hermosa, los hombros desnudos y redondos, el pecho generoso la distingue como madre y las piernas son caminos paralelos, infinitos, desconocidos, que nos llevan a los hombres una encrucijada en donde nos hemos de perder siempre y para siempre. 


Me presento con inocente cortesía. Halago el olor de los cabellos recién lavados y el peinado. Mientras hablamos, la miro con intensidad y oigo con atención el dibujo que hace de su vida entre grises y sombras, su historia reciente la lleva en la punta de la lengua.


Vivo cerca del café y ella se deja llevar hasta mi casa, la curiosidad de mirar la vida desde otra ventana la convence. La beso en los labios y se sorprende, luego la sangre se enciende y todos los sentidos que estaban dormidos despiertan y renace la espontánea risa y al desnudarse el peso de la culpa desaparece. 


Respira nuevamente la libertad de ser mujer y se entrega al placer que pensó ya no volvería a sentir jamás, recobra en cada caricia la posibilidad de un mañana feliz y pierde el temor de mirarse en los espejos, sabe que ahora se han borrado las huellas que dejó su vida de casada y su cuerpo es un mar profundo y desconocido que debe descubrir. 


La miro alejarse con los mismos pasos tímidos que la trajeron al café. Yo no he podido acercarme, ni hablarle, ni llevarla a mi casa, ni verla desnuda repetida en los espejos. Yo estoy anclado a esta silla de ruedas y  me contento con imaginar posibilidades, proezas que ya no puedo cumplir, cargo  con mis cuarenta años y mis ganas intactas y el recuerdo de la bala que me dejó invalido, una tarde imprudente, que decidí resistirme a un atraco en esta ciudad, consumida por la violencia y la impunidad.


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