La secreta incógnita de los imponderables


La secreta incógnita de los imponderables

A Fer:
La falta de premios no agota la esperanza,
el triunfo consiste en seguir adelante.

Con buena salud he pasado de largo este último invierno y llego a la primavera con el atrevimiento de seguir vivo y con nuevos bríos. A los setenta años se aprecia la salud mucho más que el dinero. Se valora la fortaleza y el ánimo antes que  las posesiones. La edad, además, permite cierta indulgencia y nos da la licencia de manifestar  abiertamente nuestras creencias.
En este trayecto me he acercado a incontables orillas y tomado sorbos de corrientes diversas, tendencias en apariencia distinta, pero en su esencia iguales. Con ese aval y algunas sospechas sobre la alquimia que impulsa el enorme poder de las fuerzas ocultas que rigen mi destino, no dudo en declararme creyente.
Creo en la existencia de Dios y en sus innumerables nombres, creo en una fuerza superior a mi voluntad, que opera en armonía con propósitos secretos establecidos de antemano y es capaz de crear, transformar y destruir por encima de mis deseos.
Creo en el movimiento constante, en los cambios vitales, en  el origen mutable de las cosas y acepto, aunque escapen a mi comprensión, los inexorables acontecimientos que enfrento diariamente. Esos bárbaros sucesos, esos eventos  brutales y desconsiderados, hacen estragos en la convicción de mis certezas y a pesar de ellos, lleno de dudas, mantengo la fe.  
Debo asistir a un compromiso y estos setenta años me han enseñado a cumplir con la palabra empeñada,  a no posponer las obligaciones, a enfrentar los afanes que trae cada día y esa máxima convertida en costumbre me obliga a salir a la calle. El frío de estos primeros días de primavera no me detiene.
A esta edad el tiempo ya vence al cuerpo, los reflejos fallan, disminuyen los sentidos y aun con lentes mi visión es escasa, tengo prohibido manejar y debo usar el transporte público. Camino hacia la parada y veo acercarse con rapidez el autobús, no tengo prisa, pero un impulso ciego superior a mis hábitos me obliga a correr y con un trote rápido intento alcanzar al colectivo, en otro tiempo corría maratones y no me es extraño el ejercicio.
En esa dimensión que desconozco y en la que operan las fuerzas ocultas, se pone en marcha un mecanismo secreto para impedir que tome ese autobús, manos intangibles detienen mi carrera, una zancadilla etérea enreda mis piernas y caigo al pavimento. Casi en el acto estoy de nuevo en pie y tercamente persisto en perseguir el autobús, que se marcha sin esperarme.
Enfurecido con mi ridícula pretensión, orgullosamente derecho, la cabeza levantada, compruebo que no tengo fracturas, pero las manos me arden, ellas soportaron la caída y los puntos de sangre sobre la piel raspada son la huella que me deja la experiencia.
Contengo la furia de mi incompetencia, reviso cada elemento anterior a mi caída y no encuentro explicación posible. En menos de un minuto llega otro autobús que tomo sin contratiempos, es un misterio incomprensible este  accidente. El día apenas comienza y tengo la sensación de que se soltó una jauría de inconvenientes que me persigue.
En el semáforo un camión se pasa la luz, el bus que no alcancé a tomar intenta esquivarlo y en la maniobra el conductor pierde el control y se voltea, el impacto es terrible. Se desata el caos y la muerte se hace cargo del momento. Confieso que nunca he sabido leer las señales de las fuerzas que rigen mi destino, los imponderables son una incógnita secreta que no logro resolver, pero admito con humildad, que hoy la verdad se ha develado y rendido ante la evidencia, me entrego a los designios de la energía que maneja mi destino.


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