El llanto incontenible de un hombre
Gruesos lagrimones corren incontenibles. Húmedos hilos de estambre marcan
mi rostro congestionado, resbalan por la piel, forman surcos inéditos y dejan
una huella traslúcida, crean nuevos caminos y vertientes inusitadas. El daño
interno es casi insufrible, el dolor se potencia terriblemente cada momento.
Me es imposible contener esta sensación de ardor, siento que me abraso, que
me consumo, que me quemo. Hay quienes al verme en este estado lamentable, en un
intento por ayudarme, por reconfortarme, me miran desde lejos y entre
dientes pronuncian palabras de solidaridad. Ellos creen entenderme, porque
alguna vez atravesaron una situación similar y salieron adelante, es una ayuda
muda, un auxilio al fin y al cabo justo, que en este momento, están seguros que yo necesito.
No se hace esperar más tiempo y puedo leer en labios de todos ellos esa
vieja afirmación que quieren significar que me comprenden: “hermano, es natural tu
dolor, tu sufrimiento”
Pero aquí, sentado en esta mesa, solo, enfrentando con estoicismo como me
quemo por dentro, también observo a quienes me miran y se burlan por lo bajo de
mi debilidad, creen que no es de hombres esta actitud y me ridiculizan ante sus
acompañantes, con su descarado desdén intentan avergonzarme, me remedan con
lloriqueos fingidos y convencidos de que tienen la razón cuando afirman: para
que se empeña en continuar, en repetir esa conducta, sí sabe que es tan débil,
que no aguanta, que invariablemente terminará llorando como una mariquita.
El sudor de la frente confluye con las lágrimas y puede decirse sin ninguna
exageración que tengo la cara anegada, encima y para colmo de males, se me
aflojó la nariz. Intento sin conseguirlo olvidarme de esa desagradable
sensación de humedad y concentrarme en el momento, dejar de lado los recuerdos
y otras múltiples interferencias, vivir intensamente como dicen: el aquí y el
ahora, acentuar la intensidad de esta experiencia única, que por propia
decisión asumí a sabiendas de todos los riesgos, pero a diferencia de otras
personas, yo no he podido llegar a las alturas de ese desarrollo personal del
ser y convertirme en un inconsciente, insensible ante esta sensación
masoquista, que por voluntad propia me obligo a vivir cada día.
Es una sensación ambivalente, entre lo que quiero para complacer mis
sentidos más primarios y lo que siento. Es difícil continuar con esta
experiencia, con esta refriega que interfiere directamente con el placer, pero
al mismo tiempo lo intensifica.
Tomo unas servilletas y me seco, es un respiro, lo sé, porque dentro de un
momento se repetirá con la misma o mayor intensidad esta sensación y volverán
las lágrimas, los sudores, la nariz floja.
Desnudo ante este sufrimiento he perdido la vergüenza y sobre todo el sentido del ridículo, verdaderamente no me importa que me vean en estas condiciones.
Desnudo ante este sufrimiento he perdido la vergüenza y sobre todo el sentido del ridículo, verdaderamente no me importa que me vean en estas condiciones.
Termino las enchiladas soberanamente
picantes que me han sacado lágrimas, pido un servicio de manitas de cerdo con
más chile, mucho chile, tortillas moradas, y otra cerveza helada.
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