El Gavilán
Mulato, negro el pelo pegado. El Gavilán camina como pescador de redes vacías, incansables danzan los brazos a los costados, la cabeza en alto y el pecho abierto, para más señas es Cumanés, comedor de cazabe, de caraotas negras con arroz blanco y pescado salado. Sobre la mesa de cuatro puestos cubierta con mantel plástico de flores grandes y rojas, atento como faro en medio de la nada, el frasco de boca ancha lleno hasta el tope de picante hecho con ají chirel, vieja receta de su corta herencia. Tiene un ojo azulado, nublado y abierto con autonomía de movimiento por el que no ve colores, ni formas, tampoco siluetas, sólo sombras; el otro es profundo y oscuro como el mismo fondo del mar.
El Gavilán ha rodado por el mundo y sabe de todos los oficios habidos y por haber, sabe de todos los trabajos, se le endurecieron los pies calzados con pesados zapatones de punta de hierro en el camino de sus treinta y ocho años, se le curtió el pellejo de tanto llevar sol sobre el lomo descubierto.
Sencillote, llano como la punta de una playa. “Y quéeeeee amistaaa” grita cuando te ve en medio de la pista por encima del ruido de las turbinas encendidas, los arrancadores, los motores de los camiones y de una vez te pide un cigarrillo, mirando siempre al frente con su mirada de cíclope, sin temerle al acecho de los aviones, esos inmensos animales que nos vigilan desde el acero pulido ondeando sus banderas de signos extraños, con la mano extendida, abierta, de cielo franco y es un apretón fuerte, familiar, de hermano, como si todo Cumaná te tomara la mano, manos ásperas de echar maletas sobre las correas eléctricas, manos que fueron juntando piedra, arena, cemento, mezcla y listones de madera hasta lograr construir esa casa que desafía vientos y tempestades, allá arriba en Quenepe donde se acaban las escaleras, tu casa es una suerte de milagro arquitectónico, que parece se sustenta únicamente con tu esperanza, para no desbarrancarse cerro abajo con todo y la cocinita de kerosén y la cama de tubos y su chiqicha chiquicha y el colchón con la sombra de los cuerpos grabada y la mujer y los muchachos y los muebles que le compraste al turco por cuotas y ya no le debes nada, por que no eres hombre de deberle a nadie y tienes una sola palabra que cumples aunque revientes.
Salvo aquel viernes sin fecha ya en el recuerdo, que tienes vivito aun en la memoria y algunas noches cuando te encuentras solo, hundido en el silencio, repetido por tu sombra, tiembla incontrolable el ojo izquierdo al recordar.
Ese viernes te quedaste aun mucho después de terminar el turno, todo tu grupo se quedó trabajando sobre tiempo, y mantenías el pago de la semana arrugado en un sobre marrón, con la grapa pegada todavía, sin siquiera abrir, resguardado de tanto amigo de lo ajeno, metido en uno de los bolsillos del pantalón sudado de tanto correr apurando la tarde, alimentando la panza de los aviones, de saltar y encaramarte a los camiones en marcha, de agacharte y volver a levantarte sin descanso.La ley de los viernes es trabajar hasta reventar, los aviones llegan en bandadas como pájaros que emigran, toman un respiro y siguen espantando los cielos con sus rugidos terribles.
Esa noche no quisiste ir al Sambo con los muchachos, no tenías ganas de ir tampoco a la Pedrera en donde te esperaba Luisa casi desnuda, los labios gruesos pintados de rojo encendido como las semillas del cundiamor, la piel blanca y fina como la arena de las playas en Río Caribe y el “mi amor bríndame un palito” pedido en un susurro, moviendo las manos en el aire, intentando contarte historias sin final, acercando su boca a tu rostro sin importarle el cansancio, acariciando tu nuca atravesada por marcas tejidas como cabuyas. Tampoco quisiste la cervecita que te ofreció Trago largo, estabas pendiente de cuidar como ningún otro viernes el sobre con los billetes arrugados y sudados, te habías comprometido con tu mujer a entregar el sobre intacto y tu eres hombre de una sola palabra.
Saliste derechito, casi sin mirar a los lados huyendo a la tentación y te pusiste en la cola del transporte, ni siquiera quisiste bañarte, cambiarte, allí estabas con la misma ropa de dril azul que se confunde con las sombras, con la noche cuando le falta la luna al cielo huérfano.
En uno de los bolsillos el sobre y en el otro el acero, inseparable compañero, fiel como ninguno para cortar las mallas que protegen la carga, o abrir la panza a una que otra caja que te guiñe el ojo, o saltarle los seguros a alguna linda y bien cuidada maleta de primera clase en un descuido del personal de seguridad.
En silencio, sentado en uno de los últimos asientos hiciste el viaje, sacando cuentas, con los números bailando todavía en tu cabeza bajaste del autobús en la esquina cortada, la parada de siempre y comenzaste a subir cansado las alturas de Quenepe, arropado con el miedo a los fantasmas.
En las noches cuando te quedas solo, sin otras voces ni compañía, sin otros pasos que acompañen a los tuyos en esos rumbos que marcan tu vida, sin haberte bebido un trago para ayudarte a espantar los demonios, te invade el miedo, un viento frío que cubre tu cuerpo y se queda pegado a tu piel, a tus huesos, cada vez que caminas entre las sombras de la noche, solo.
El temor te sube desde el estómago ahogándote, un cosquilleo se hace dueño de tu cuerpo, te dominan los escalofríos, el susto lo llevas por dentro bien escondido y aparece amarrando tu garganta cuando estás en medio de la noche, íngrimo y solo entre las sombras.
Obligado por el trabajo, por los turnos, por la mujer y los muchachos, por esa cadena de responsabilidades que te sujeta a esta vida y te obliga a caminar la noche, enfrentado continuamente a tus temores.
Gavilán miedoso convertido en gallina, el que nadie conoce, alimentado el miedo con los recuerdos de los velorios en Cumaná donde se contaba de aparecidos, de fantasmas, de ánimas buenas, pero siempre desconocidas, impredecibles, espíritus burlones, velorios de humo y mas cuentos, visitas de la Sayona, esa señora de mil formas, de rostros diferentes, linda como la más hermosa de las sirenas, pero temible. Se contaba de voces sin cuerpo que arrastraba el viento, de lamentos y ruidos de cadenas y del hombre sin cabeza que pasaba todavía chorreando sangre a borbotones, vestido de blanco sobre un caballo negro.
Velorios buenos aquellos, de carterita y caña clara, pero dejaron ese miedo sembrado en tus huesos.
A esa hora ya no subía "Jeep" al cerro, ningún "Pirata" que te acercara a tu casa y tuviste que subir contando los pasos, calles oscuras y estrechas, escaleras apretadas de basura, hediondas, intentabas espantar el miedo con oraciones y allí mismo, al final de uno de los escalones, casi encima de ti, en donde decían que salía el fantasma de Arévalo los viernes pidiendo un trago, una sombra entre las sombras saltó de la nada y apareció en la esquina un fantasma de pistolita en mano con voz pedregosa pidiendo el sobre, los billetes, el esfuerzo de toda la semana, el pago de esta guardia que todo lo llena de miedo.
El acero no brilló en la noche, con la mano firme, de derecha a izquierda atravesaste el fantasma que se desvanecía escaleras abajo, mientras un Gavilán asustado volaba a su nido.

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