El primer milagro del hijo de Dios



Una vez más Altaír está detenido frente al espejo y esta vez, como otras tantas veces ante los peligros de una tarea, tampoco siente miedo. Su misión es preservar el curso de acontecimientos históricos pasados. Informes secretos advierten que existe una conspiración y que viajeros en el tiempo intentarán asesinar a un recién nacido, el niño aparece en un imposible lugar de paso, es todavía un desconocido que conjuga el albur con su inocencia y abrirá sus ojos ante el asombro de una mula y un buey. El niño está destinado bajo el dictamen de la oración, la fe y la ley del perdón a ser el guía indiscutible de los pueblos alrededor del mundo y a convertirse en Rey eterno.


La mirada de Altaír se interna más allá de la imagen que el espejo refleja, se hunde hasta el fondo de esa nebulosa inestable que lo repite con extraordinaria exactitud. Busca con afán, en esa corriente transparente otro rostro conocido, busca la imagen de aquella peregrina que desapareció en un camino sin retorno. Altaír se miró en sus ojos brujos, se extravió en sus exóticas promesas y ya no volvió a encontrar la calma. Altaír no pudo retenerla en este espacio intemporal que es su vida. Él, el más destacado aventurero del tiempo, principal de una orden secreta a la que permanece fiel desde siempre, sabe que ya no podrá encontrarla ni encontrarse jamás y aguarda con paciencia una vuelta inexplicable del azar, espera que el destino lo reconozca y le devuelva la calma perdida, la serenidad que ella le arrebató al desaparecer.


Una vez más frente al portal cumple la rutina de los protocolos, comprueba la eficacia de sus armas, memoriza datos y avanza con la decisión que lo caracteriza a defender con su sangre la vida de este inocente recién llegado al mundo. Su compromiso con mantener intacta la historia es un acto heroico que debe pasar desapercibido para el resto del orbe, y su fin es el de mantener en riguroso orden el curso de los acontecimientos históricos que marcan la era del cristianismo.


Atraviesa el brumoso zaguán del tiempo y aparece a las puertas de un establo, el instinto y la necesidad urgente de tener éxito en su misión lo llevan a extremar medidas y a ocultarse entre las sombras. Altaír no conoce el miedo, pero sabe que el valor y muchas veces la temeridad ponen en riesgo el éxito.


La bendición de la vida llena los corazones de estos padres primerizos regocijados con el nacimiento de su hijo, han apartado finalmente las dudas de la incertidumbre, los oscuros temores iniciales. Una luz intensa y púrpura ilumina los cielos, no se compara en nada con las descripciones de las escrituras, hay que ser testigo para reconocer el portento de esta inequívoca señal. La luz se detiene justo encima de la humilde morada en donde ha nacido el niño que Altaír debe salvar y con la luz inverosímil de una estrella pasajera aparecen cuatro hombres que entran decididos al encuentro con su destino.


La duda hace crecer espacios vacíos, pero Altaír no corre riesgos y saca su arma, intenta desesperadamente descifrar los códigos que terminarán por delatar al impostor y espera.


No consigue descubrir al farsante y sus ojos permanecen fijos sobre estos cuatro viajeros, cuatro sabios, cuatro astrólogos, cuatro estudiosos que avanzan hacia el niño con sus coloridos vestidos. La simulación del farsante es perfecta y Altaír no puede vislumbrar en los gestos de adoración que asumen los cuatro desconocidos al acercarse al Rey de un mundo nuevo, a ese otro viajero del tiempo que ha venido a terminar con la vida de este inocente.


Altaír conoce sus límites. Su intervención no puede transformar drásticamente los acontecimientos, actuará siempre en consecuencia para mantener el curso de la historia, él es un defensor de la historia. Empuña su arma y espera para accionar el dispositivo que en un instante trasladará al asesino hasta una habitación de seguridad de su organización, allí será interrogado y castigado. No debe existir la impunidad.


El primero de los extranjeros que se acerca ofrece sus respetos a este Rey recién nacido y entrega con devoción y en silencio algunas monedas de oro, se acerca un segundo integrante de esta extraña comitiva y quema incienso ante el fuego, se extiende un olor intenso que envuelve el ambiente, se produce un humo espeso y un tercero se acerca al bebé que mantiene los ojos abiertos. Un destello de esa mirada clara descubre al impostor y Altaír dispara. Un rayo incandescente se confunde con la luz de la estrella que entra por un resquicio y transporta al sicario al año 2.500 en donde lo esperan.


El último de los magos marca una cruz con mirra sobre la frente y exclama: ha quedado ungido el hijo del hombre, su origen divino no podrá evitar su inevitable destino escrito ya en los cielos. La muerte que su padre ha decidido.


Altaír una vez más ha cumplido su misión con éxito, un segundo antes de marcharse los ojos translúcidos de quien se convertirá en Jesús de Nazaret lo descubren, en esa mirada inocente le es devuelta la calma y la serenidad que le fueron arrebatadas al mirarse en los ojos de aquella peregrina que no puede olvidar.


Altaír está una vez más a las puertas del portal, finalmente ha encontrado en esta misión el justo lugar en el mundo al que pertenece y antes de atravesar la bruma que lo separa de su casa, antes de regresar a su tiempo, piensa: esta nueva sensación de sosiego, esta felicidad recién nacida que siento ahora es el primer milagro del hijo de Dios y no será reseñado en ninguna de las escrituras conocidas.





Comentarios

Entradas más populares de este blog

Veintisiete apuntes desordenados

Descabelladas suposiciones descubren un enigma

02262024 -96-