Un talismán único
A mi amiga Natallie Esteller Echegaray y su inusual protección.
Camina sobre oscuras arenas volcánicas, siente bajo sus
pies los restos de ásperos incendios anteriores a ella. La profunda voz del mar
repite con insistencia una advertencia, pero ella persiste en llegar sola hasta
el final.
Intenta apartar el miedo creciente, la menguada luna
de esta noche ilumina un pensamiento siniestro y en el pecho revienta de golpe
el galope de un caballo desbocado y la vida se le va al garete. Por un instante
se hunde en una insólita noche y las luces de sus entendederas se apagan en un
guiño momentáneo. Un rayo silencioso señala el punto final a su vida de bergante.
No esperaba el asalto de las sombras tan temprano, ella
apenas amanece a la vida y siente en
este latigazo inesperado la hora cumplida, la temida señal del estigma de estar
viva. Le sobreviene un suspiro que cree el último, se entrega a su destino, con
el fatalismo de saber que su vida está inconclusa. Para su asombro, con cierta
dificultad recobra el sosiego y retoma su camino.
Su vida está escrita sobre las aguas en un idioma que
desconoce, pero que intuye en el hondo sonido que guardan los caracoles y que ella
recoge para escucharlos con atención. Es el eco de las profundidades guardado
en el laberinto de la concha, en ese sonido primitivo encuentra la calma, pero
no descubre el sentido de su destino, que es lo que busca en esta noche de
desconcierto.
El constante regreso sin raíces es el sino que doblega
su espíritu y la obliga a comenzar de nuevo en un punto distinto, con una
intensidad diferente. Sus huellas son borradas por olas tercas que dejan una
estela de olvido, pero las huellas que le preceden y que ella sigue desde hace
rato, se mantienen intactas, brillan bajo la luz de una luna incierta que a
ratos se esconde entre espesas nubes cómplices.
En la oscuridad de esta noche no se atreve a mirar el
horizonte, sus ojos permanecen fijos sobre las huellas que sigue y le dan la
seguridad de no estar sola, de no estar perdida. La playa se acaba y
desaparecen las huellas. Una piedra enorme, como una montaña, interrumpe su
paso, antes de entrar en pánico sus ojos tropiezan con una cueva y desde el
fondo de la gruta un fuego tímido la invita a entrar.
Frente al fuego, en cuclillas y descalzo, un hombre con
marcados rasgos de indio americano. Fornido. Cubierto de pieles, luce, además de sus abalorios, un tocado de dos plumas.
Ella las identifica de inmediato: una pluma es de águila y la otra de búho. Sabe
que está frente a la inteligencia y al coraje y se acerca en silencio sin
apartar los ojos del fuego.
Reconoce al fabulador de sus sueños, su asombro es
mayúsculo. Con el dedo índice el personaje marca un punto sobre la tierra y de
inmediato se expande en un círculo abismal, que engulle la fogata y al mismo
fabulista. Ella se encuentra al borde de ese precipicio sin fondo, el círculo
sigue expandiéndose y amenaza con tragarla, el miedo la paraliza, está a punto
de caer, pero una araña teje desesperadamente una red que impide su caída.
Salta de la cama impulsada por su propio grito, que la
obliga a despertar. Esa misma mañana, sin poder olvidar el sueño, entra con
decisión al taller de un artista y expone su espalda al dolor de agujas
entintadas, sacrifica su inmaculada piel de espuma de leche y se hace tatuar un
atrapa sueños.
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