Eran las tres de la tarde cuando mataron a Lola



Suenan las tres de la tarde en la campana de la vieja y destartalada  iglesia, es la hora de la sagrada siesta después del almuerzo, la pesada hora del burro, la hora en que mataron a Lola.

Caminé despacio entre calles acuchilladas por el desalmado sol y recordé las viejas y dolidas coplas de un amor desmedido, desbordado en la entrega  absoluta, total.

“Eran Las tres de la tarde cuando mataron a Lola
y dicen los que la vieron que agonizando decía:
Yo quiero ver a ese hombre que me ha arrancado la vida.
Quiero abrazarlo y besarlo para morirme tranquila”

A esta hora los negocios están cerrados y este pueblo polvoriento, por puro milagro, no ha desaparecido del mapa bajo la fuerza de una ventolera,  permanece bajo amenaza constante de ser sepultado bajo las aguas, que a pocos pasos, juegan a los remolinos y  dictan órdenes oscuras entre piedras y cangrejos.

Alrededor de la plaza Bolívar se encuentran en puntos estratégicos: La Botica, el Dispensario, la Funeraria y el Botiquín. La necesidad los obliga a permanecer abiertos. No se ve un alma sobre las calles. Encima de la puerta de madera, con dificultad se puede leer: “Botiquín El Delfín Dorado”

Gruesos clavos oxidados luchan a diario contra el viento para mantener fijo el letrero, alguna vez brilló, tuvo mejores tiempos, pero ahora está descascarado. Comido por el salitre, los vientos, la lluvia, el tiempo y la desidia, que no perdonan.

Entré y caminé con paso firme hasta la barra, las pupilas agradecen la frescura del encierro. Me senté sobre una butaca y pedí una cerveza helada. Reconocí, en el hombre que me sirve la cerveza, la huella inconfundible del vitíligo. Sobre la piel se dibuja un mapa de claroscuros, que no deja lugar a dudas. Con una sonrisa coloca la cerveza sobre el mostrador y comenta: Salió vestida de novia.

En efecto, de la botella se escurre una nube tenue, un velo blanquecino de hielo transparenta el ámbar incomparable de ese genio líquido encerrado en la botella. Me tomé la cerveza a pico de botella sin un respiro. Con aparente indiferencia me tragué los años de ausencias, las ilusiones, el entusiasmo. Uno tras otro me bebí en ese gesto los estrepitosos fracasos, que me traen a este pueblo en busca de olvido. Quizás mis huesos definitivamente queden dispersos en estos arenales, porque uno sabe cuando y donde nace, pero jamás, cuando y donde se muere.

Pedí otra cerveza, pero esta vez la dejé reposar sobre la madera ennegrecida, la cadencia rítmica, el choque inconfundible de las piezas de un dominó, movidas con maestría y experiencia, destrozan el silencio, rompen el hilo de los recuerdos.

Abruptamente una voz a mi espalda, sobre mi hombro, con correcta dicción, educada y antigua, dice: nos está faltando uno para el dominó. ¿Quiere jugar con nosotros?

Acompañé al hombre hasta la mesa en silencio y me senté en la silla que permanece vacía, a la espera del jugador faltante, de inmediato pregunté:
-¿Qué le pasó al compadre, que faltó a esta cita?

Quien revuelve las fichas contesta:no llegó y no vendrá, lo mataron hace dos noches de una puñalada. Se llamaba Jorge Márquez y era el Jefe Civil. En el mismo tono, absorto en revolver las piezas y no perder el ritmo mientras las hace chocar unas contra otras; agrega: tú compañero es Jenaro Jaramillo, Boticario. Mi compañero, Jeremías Alarcón, Funerario. Mi nombre es Justo Barrios y  soy el Médico.

Servida la partida tomé las siete fichas, las coloqué frente a mí y dije sin poder contenerme -Parece que los destinos del pueblo se jugaban en esta mesa de Jotas.

El doble seis se demora en salir,  aún no iniciamos el juego y se escucha un bochinche, una algarabía, voces, gritos. Salimos en carrera hasta la puerta.

En la plaza, dos policías enclenques arrastran de cualquier manera a un hombre de cerrada barba negra, necesitan llegar a la Jefatura, allí se creen a salvo. En los ojos de los tres hombres se retrata el miedo, esa sensación que no puedo describir, pero reconozco haber visto en otros ojos. Intentan avanzar, pero la poblada enardecida les cierra el paso con la intención de linchar al sujeto. Repiten desaforados: ¡Criminal!  ¡Asesino!  

-Parece que encontraron a quien apuñaló al compañero de juego les digo. Ninguno de los jugadores se mueve de la puerta del Botiquín, asombrados, atemorizados y en absoluto silencio contemplan la escena de la turba, frenética de sangre.   

En cuatro zancadas llegué al centro de la plaza, me encaramé en un banco, saqué el revólver y disparé al aire. Aproveché la sorpresa momentánea y hablé con firmeza y decisión:

-Mi nombre es Antonio María Montilla, soy el nuevo Jefe Civil y aquí todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Ese hombre merece un juicio justo y yo estoy aquí para garantizar su derecho a la justicia. Nadie lo toca.

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