El hilo de la nostalgia
Un
segundo antes de salir de la habitación, el último movimiento me detiene un
instante frente al espejo, que con cierta indolencia, sin agotar su
enorme paciencia, me devuelve el gesto y la mirada que conozco de memoria. El
espejo no se toma la molestia de esconder o suavizar los cambios
que la vida ha impreso con saña sobre mi rostro y con exactitud de cálculo
matemático repite mi imagen indiferente.
Los
años, la rutina cruel y los desvelos dejan huella, profundas líneas marcan la expresión que hoy me caracteriza.
Las tristezas y alegrías vividas quedan grabadas en los surcos que me
cruzan la frente. La piel, ese órgano enorme, el más grande de nuestro cuerpo,
cede ante el empuje constante de muecas convertidas en respuestas automáticas,
las arrugas son el resultado de mi actitud ante la vida, son las
cicatrices de esta guerra sin cuartel que libro para poder vivir intensamente.
El
espejo es testigo fiel de mis momentos terribles y repite con cruda rudeza
el agobio de la angustia que me posee. Cierro con cuidado la puerta del
departamento, detrás de mí queda huérfano y a oscuras, expuesto a la
contingencia de alguna calamidad. Por pura disciplina, impulsado por la
fuerza de la costumbre, no me permito dejar desorden alguno detrás de mí, temo
que al regresar el abandono se apodere de mi espíritu y finalmente me doblegue,
y es por esa razón que me afano en ordenar compulsivamente. Elimino la sombra
que deja mi cabeza sobre la almohada y estiro el rastro de mi cuerpo sobre las sábanas,
incluso, sacudo las hilachas sueltas de algunos sueños que se quedan dando
vueltas. Mantengo un orden estricto y
riguroso, que me permite conservar la disciplina que me impongo, cumplir la
rutina establecida es el innegable hábito del inmigrante que huye, que escapa.
Es el único método que conozco para sobrevivir el silencio de los afectos.
Cumplo
con la costumbre que me he impuesto y sin ningún rito adicional, sin una
oración, acuerdo una tregua y le entrego a los fantasmas del silencio la pieza
que habito en las noches y me protege de ese viejo enemigo, que se agazapa en
las sombras y se esconde detrás del viento.
En
el angosto pasillo, cuatro puertas permanecen cerradas, pero indiscreto, el
olor a concentrado de pollo escapa de la cocina y gana con tenacidad la
libertad, mientras espero el ascensor el hilo de un recuerdo me asalta
desprevenido.
Se
dispara la memoria y mi abuela aparece frágil y menuda. Crece en la
distancia ante la llama azul de los fogones encendidos, el delantal
protege su impecable vestido de medio luto, que viste desde siempre y
lleva con dignidad de viuda. Entre sus manos salpicadas de minúsculas estrellas
sostiene con firmeza el cucharón de palo.
Sin
mirarme, en un murmullo, bisbiseando un secreto de familia me dice: Hijo.
Recuerda que por nuestras venas corre confundida la atropellada sangre de los
conquistadores de América y también la firmeza de quienes resistieron con valor
la acometida. Somos una raza que enfrenta el presente con decisión y construye
el futuro con esperanzas.
Entro al ascensor, ajusto la bufanda, los guantes y espanto esta barrera helada que me separa del Caribe. Reconozco que quien se encuentra lejos de casa es prisionero de la memoria y vive acorralado por la nostalgia. La pared que divide el pasado con el presente es extraordinariamente sensible, detalles menores la derriban y se camina sobre escombros.
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