El Gavilán 1980-2024
El Gavilán vive en las alturas de Quenepe, desde allí el mar es una apacible franja azul, un apresurado brochazo bajo un cielo atormentado. El Gavilán es un mulato grande, de pelo ensortijado, que camina como un pescador de redes vacías. Inquietos y traviesos los brazos danzan a los costados de su cuerpo recio, la cabeza en alto y el pecho abierto. Para más señas es Cumanés, comedor de cazabe, de ají chirel con caraotas negras, arroz blanco y pescado salado.
El ojo izquierdo del Gavilán es azulado y permanece abierto con autonomía de movimiento. Por ese ojo perdido no ve colores, ni formas, ni siquiera siluetas, sólo sombras. El ojo derecho, en cambio, es profundo y oscuro, intenso, como el mismo fondo del mar.
El Gavilán no vuela, pero ha rodado por el mundo y sabe de todos los oficios habidos y por haber, sabe de trabajo duro. Se le endurecieron los pies en el camino de sus treinta y ocho años, siempre calzado con pesados zapatones de punta de hierro. El pellejo se le curtió de llevar el sol a cuestas sobre el lomo descubierto.
Sencillo, llano, como la punta de una playa, el Gavilán cuando te ve en medio de la pista, entre los enormes aviones y por encima del ruido de las turbinas encendidas, los arrancadores, los motores de los camiones te grita: “Y queeeeee amistaaa” y de una vez, sin mayores formulas, te pide un cigarrillo, mirándote a los ojos con su mirada de cíclope, sin temerle a los aviones que permanecen al acecho, esos inmensos animales que nos vigilan desde el acero pulido ondeando sus banderas extranjeras de signos extraños.
Con la mano extendida y abierta, el Gavilán te da un apretón fuerte, familiar, de hermano, de cielo franco, como si todo Cumaná te tomara la mano, sus manos son ásperas, de echar maletas sobre las correas eléctricas, manos que fueron juntando piedra, arena, cemento, mezcla y listones de madera hasta lograr construir esa casa que desafía vientos y tempestades, allá arriba en Quenepe, en donde se acaban las escaleras.
Su casa es una suerte de milagro arquitectónico, la sustenta la esperanza y por eso no se desbarranca cerro abajo con todo los corotos, con la mesa cubierta con mantel plástico de flores grandes y rojas y el frasco de boca ancha lleno hasta el tope de picante, como si fuera un faro atento en medio de la nada. La casa se mantiene entera desafiando aguaceros y protege la cocinita de kerosén, la cama de hierro, con su chiquichá, chiquichá, cada vez que le metes ritmo a la mujer. Amparados bajo el techo sin goteras, permanecen el colchón con la sombra grabada de los cuerpos y los muebles que le compraste al turco por cuotas y ya no le debes nada, porque no eres hombre de deberle a nadie, salvo aquel día sin fecha en el recuerdo, pero vivito en la memoria. Algunas noches, cuando te encuentras hundido en el silencio, repetido por tu sombra, camino a tu casa, tiembla incontrolable el ojo izquierdo al recordarlo.
Ese día era viernes, día de pago. Terminó el turno de las ocho horas y todo tu grupo se quedó trabajando tiempo extra y tú con ellos y con el pago de la semana arrugado dentro de un bolsillo del pantalón, los billetes dentro de su sobre marrón, con la grapa pegada todavía, resguardado de tanto amigo de lo ajeno y del sudor, de correr apurando la tarde, alimentando la panza de los aviones, de saltar y encaramarte a los camiones en marcha, de agacharte y volver a levantarte sin descanso.
La ley de los viernes es trabajar hasta reventar, los aviones llegan en bandadas como pájaros que emigran, toman un respiro y siguen espantando los cielos con sus rugidos terribles.
Esa noche no quisiste ir al Sambo con los muchachos, ni tampoco a la Pedrera en donde te espera Luisa, casi desnuda, con sus labios gruesos pintados de rojo encendido, del color de las semillas del cundiamor, con su piel blanca y fina como la arena de las playas en Río Caribe y el repetido “mi amor, bríndame un palito” pedido en un susurro, acercando su boca a tu rostro, acariciando tu nuca atravesada por líneas tejidas como cabuyas.
Tampoco quisiste la cervecita que te ofreció Trago largo. Estabas pendiente de cuidar como ningún otro viernes el sobre con los billetes arrugados y sudados, te habías comprometido con tu mujer de entregarle el sobre intacto y tú eres hombre de una sola palabra.
Saliste derechito, sin mirar a los lados, huyendo a la tentación y te pusiste en la cola del transporte, ni siquiera quisiste bañarte, ni cambiarte de ropas. Allí, en la cola, estabas con la misma ropa de dril teñida de azul, como el mar, un azul pesado que se confunde con las sombras, con la noche.
En uno de los bolsillos el sobre y en el otro el acero, inseparable compañero, fiel como ninguno, para cortar las mallas que protegen la carga, o abrir la panza a una que otra caja que te guiñe el ojo, o saltarle los seguros a alguna linda y bien cuidada maleta de primera clase, siempre que se descuide el personal de seguridad y no te sorprendan.
En silencio, sentado en uno de los últimos asientos hiciste el viaje sacando cuentas. Con los números bailando todavía en tu cabeza, bajaste del autobús en la esquina de siempre y comenzaste a subir cansado las alturas de Quenepe, arropado con el miedo a los fantasmas.
Los fantasmas aparecen en las noches con el silencio, con la falta de otros pasos que sigan a los tuyos por esos rumbos que marcan tu vida y te invade el miedo y se pega a tu piel, a tus huesos. El temor te sube desde el estómago para ahogarte, es un cosquilleo que se hace dueño de tu cuerpo y en ese momento te dominan los escalofríos. El susto lo llevas por dentro bien escondido y aparece apretando tu garganta en medio de la noche, cuando te encuentras íngrimo y solo entre las sombras, obligado por el trabajo, por los turnos, por la mujer y los muchachos, por esa cadena de responsabilidades que te sujeta a esta vida y te impone caminar la noche enfrentado continuamente tus temores.
Gavilán miedoso convertido en gallina. El miedo que enfrentas está alimentado con los recuerdos de los velorios en Cumaná, allá, en una rueda los mayores contaban de aparecidos, de fantasmas, de ánimas buenas, pero siempre desconocidas, impredecibles, espíritus burlones. Velorios de humo, licor y cuentos. Se contaba para acompañar al muerto en su viaje a lo desconocido, de voces sin cuerpo que arrastraba el viento, de lamentos y ruidos de cadenas y del hombre sin cabeza, que pasaba todavía chorreando sangre a borbotones. Velorios buenos aquellos, de carterita y caña clara, velorios que dejaron ese miedo sembrado en tus huesos.
Bajaste del transporte pasada la medianoche, a esa hora ya no subía "Jeep" al cerro, ningún "Pirata" que te acercara a tu casa y tuviste que subir contando los pasos por calles oscuras y estrechas, por escaleras apretadas de basura y hediondas a meaos.
Intentabas espantar el miedo con oraciones y allí mismo, al final de uno de los escalones, casi encima de ti, en donde decían que aparecía el fantasma de Arévalo los viernes, pidiendo un trago, una sombra entre las sombras saltó de la nada y apareció frente a ti, un fantasma de cuerpo presente, pistolita en mano, que con voz pedregosa te pide el sobre, los billetes, el esfuerzo de toda la semana.
El acero no brilló en esta noche de cielo huérfano y sin luna, con la mano firme sorprendiste al aparecido y lo abriste de derecha a izquierda y se desvaneció escaleras abajo, mientras un Gavilán asustado volaba al nido.
Comentarios